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El largo sufrimiento de Mohammed al-Amin, adolescente mauritano enviado a casa desde Guantánamo

01 de octubre de 2007
Andy Worthington


Durante más de cinco años y medio, como explico con profundidad en mi libro recién publicado, The Guantánamo Files, la prisión de la bahía de Guantánamo, Cuba, ha retenido a cientos de hombres completamente inocentes. Trabajadores de ayuda humanitaria, profesores o estudiantes del Corán, hombres de negocios, emigrantes económicos y refugiados de la persecución: todos fueron atrapados por el pago de recompensas, en Afganistán o Pakistán, en un momento en que el ejército estadounidense ofrecía 5.000 dólares por cabeza por sospechosos de Al Qaeda.

Mientras que muchos de estos hombres inocentes eran afganos, que fueron vendidos al ejército estadounidense por sus rivales, con la seguridad de que los estadounidenses no tenían ni la voluntad ni la curiosidad de investigar la veracidad de las historias con las que se les arrebataba el futuro, muchos otros eran extranjeros, árabes principalmente, procedentes de Arabia Saudí, Yemen y otros países del Golfo, así como de los países norteafricanos ribereños del Mediterráneo. Algunos fueron capturados en Afganistán, bien por soldados de la Alianza del Norte o por aldeanos oportunistas, otros fueron capturados al cruzar de Afganistán a Pakistán, donde su huida del caos precipitado por la invasión liderada por Estados Unidos y el hundimiento de los talibanes se interpretó como una señal de que huían del combate, y muchos otros fueron escogidos al azar en las calles de las ciudades de Pakistán, lejos de cualquier campo de batalla.

Uno de estos hombres inocentes, Mohammed al-Amin, procedente de un lugar aún más lejano -el país saharaui occidental de Mauritania- acaba de ser liberado de Guantánamo, y su historia, aunque brutal, es típica del sufrimiento que estos hombres se han visto obligados a soportar durante cinco años y medio. Mientras lo lees, recuerda que el suyo no es un caso único, que cientos de otros hombres inocentes han recibido un trato similar, y que muchos de ellos aún permanecen en Guantánamo. Una cosa es calificar a los 778 hombres recluidos en Guantánamo como "lo peor de lo peor", como hizo la administración cuando se creó la prisión en enero de 2002, y otra muy distinta es darse cuenta de que 431 de esos hombres ya han sido puestos en libertad, y que un gran número de ellos, como Mohammed al-Amin, eran completamente inocentes de cualquier delito.


11 de enero de 2002: una de las primeras imágenes de Guantánamo.

La odisea accidental de Mohammed al-Amin hacia la tortura, y hacia sus largos años de encarcelamiento ilegal sin cargos ni juicio, comenzó cuando, a los 17 años, dejó a sus padres y a sus cinco hermanas, y viajó a Arabia Saudí para estudiar el Corán, con la intención de convertirse en profesor. Después viajó a Pakistán para continuar sus estudios, pero fue detenido en Peshawar en abril de 2002 y recluido durante dos meses en una cárcel paquistaní, donde fue "sometido a palizas, recluido durante periodos prolongados en régimen de aislamiento y privado de alimentación adecuada", en un intento de obligarlo a confesar que era ciudadano saudí, porque, presumiblemente, los saudíes estaban mejor valorados que los mauritanos.

Después fue trasladado a Bagram, donde, como muchos otros presos, estuvo suspendido por las muñecas durante largos periodos de tiempo. Explicó a sus abogados en Guantánamo que estuvo atado por las manos al techo "durante días enteros" y que "cada vez que perdía el conocimiento, un guardia tiraba de él a la fuerza para despertarlo." También declaró que sufrió abusos sexuales y privación del sueño, y que lo amenazaron con enviarlo a Egipto para someterlo a nuevas torturas. Tras dos meses de este trato, explicó: "Querían que dijera que había venido a unirme a la yihad. Al final les dije lo que querían oír y cesaron las torturas". Lo que querían oír acabó saliendo a la luz en Guantánamo, donde se alegó que había viajado a Afganistán para luchar contra los estadounidenses, tras haber decidido "unirse a la yihad después de enfurecerse por los ataques aéreos estadounidenses en Afganistán", y que se había entrenado con el grupo militante paquistaní Lashkar-e-Tayyiba.

Todo eso eran mentiras, que le sacaron a la fuerza sus propios captores, pero tuvieron que pasar otros cinco años antes de que la administración estuviera dispuesta a reconocer que en realidad era un hombre inocente -o, como insisten en describirlo los implicados, incapaces de reconocer que han cometido errores, que "ya no era un combatiente enemigo". Trasladado a Guantánamo en agosto de 2002, declaró que su primer año en Guantánamo fue "terrible" y "peor que Bagram", y explicó que, además de la privación de sueño y la humillación sexual que había sufrido en Afganistán, también estuvo expuesto a música a todo volumen, como parte de un programa para "quebrar" a los detenidos, ideado por el Pentágono e introducido por el comandante de Guantánamo, el general de división Geoffrey Miller. Al igual que en Bagram, al final le obligaron a hacer confesiones falsas, diciendo a sus interrogadores lo que querían oír.

En protesta por su detención indefinida sin cargos ni juicio, al-Amin se sumó a una huelga de hambre generalizada en agosto de 2005, cuando su peso, que a su llegada era de unas escasas 121 libras (8 stone 9 pounds), se desplomó, en un momento dado, a sólo 103 libras (7 stone 5 pounds). En enero de 2006, cuando era uno de los 84 detenidos que seguían en huelga de hambre, las autoridades respondieron enviando un nuevo equipo de médicos, armados con sillas de inmovilización y sondas de alimentación. Al-Amin dijo que lo sacaron del hospital del campo y lo recluyeron en régimen de aislamiento en una celda negra sin ventanas, que él llamaba el "congelador", porque el aire acondicionado estaba al máximo. También explicó que los guardias "le echaban agua encima para agravar las condiciones de congelación, y lo despertaban si se quedaba dormido".

Describiendo su alimentación forzada, él -como otros que han hablado de la experiencia- dijo que le sujetaron tan fuerte en la silla de inmovilización que no podía moverse en absoluto, y que luego le introdujeron a la fuerza una gran sonda de alimentación en el estómago, lo que fue, por supuesto, extremadamente doloroso. Añadió que, ya fuera por accidente o intencionadamente, los médicos "afirmaban periódicamente que no encontraban la posición correcta y le retiraban a la fuerza la sonda de alimentación", repitiendo el proceso dos o tres veces, lo que le provocaba hemorragias nasales. También declaró que le "sobrealimentaban deliberadamente hasta que vomitaba, y cuando vomitaba la alimentación forzada comenzaba de nuevo", que le "ataban a la silla de inmovilización durante periodos de dos a tres horas seguidas, lo que, unido a la sobrealimentación, le llevaba a orinarse y defecarse encima", y que luego le "arrojaban, cubierto de su propio vómito, sangre y heces, de vuelta a su celda de aislamiento". Aunque intentó mantener su huelga de hambre, admitió que la abandonó a los 21 días. Con cierta precisión, dijo a sus abogados que las autoridades "utilizaban a los médicos para cometer delitos", y explicó que los médicos supervisaban la alimentación forzada, observándole mientras le obligaban a vomitar, y que en una ocasión un médico le preguntó: "¿Vas a abandonar la huelga de hambre o vas a seguir en esta situación?".

A pesar de toda esta violencia, se autorizó su puesta en libertad en algún momento de 2006, después de que una Junta de Revisión Administrativa concluyera que ya no constituía una amenaza para Estados Unidos y que ya no tenía ningún valor para los servicios de inteligencia, pero al parecer no fue puesto en libertad hasta ahora debido a una confusión sobre su nacionalidad: aunque vivía en Mauritania antes de perder cinco años y medio de su vida, en realidad había nacido en Níger.

Desde su regreso a Mauritania el miércoles, al-Amin ha sido retenido para ser interrogado por los servicios de seguridad nacional de su país, pero el activista de derechos humanos Hamad Ould Nebagha insistió en que se trata de una "mera formalidad", destinada a demostrar a Washington que el gobierno está comprometido en la lucha contra el terrorismo. Anticipando que pronto será puesto en libertad sin cargos, Nebagha señaló que sus "acusadores estadounidenses no han logrado relacionarlo con las supuestas actividades terroristas" por las que se le retuvo.


Mohammed al-Amin tras su traslado desde Guantánamo. Poco después de que presentara este informe, fue puesto en libertad sin cargos.

En Denver, sus abogados -John Holland y su hija Anna Cayton-Holland- también han hablado de su antiguo cliente y de lo que su caso -y el de todos los demás hombres inocentes recluidos en Guantánamo- debería significar para la opinión pública estadounidense. "Nadie quiere ver a terroristas en libertad", explicó Anna Cayton-Holland. "Creemos en nuestro sistema, en que no se puede torturar a la gente y utilizar sus frutos para condenarla. Estamos hartos de que la gente diga que estamos mimando a los terroristas. No es así. Estamos diciendo que se puede juzgar y condenar, separar el trigo terrorista de la paja inocente a la luz del verdadero sistema legal". John Holland añadió: "No me metí en Derecho para ganar mucho dinero. Es como decía mi madre, haz el bien y el mundo será bueno contigo. Principalmente hacemos este trabajo porque somos estadounidenses, y creemos que Estados Unidos está luchando por aferrarse a su alma moral."

Mientras el Corte Supremo se prepara para considerar una vez más si los detenidos de Guantánamo deben tener derecho a impugnar el fundamento de su detención, los casos de Mohammed al-Amin, y de los cientos de otros hombres inocentes que han estado recluidos en Guantánamo, deberían servir como ejemplo de advertencia de por qué es imprudente, injusto e inmoral privar de los derechos de hábeas corpus a los presos bajo custodia estadounidense y otorgar un poder sin límites a un ejecutivo que, a pesar de sus bravatas, es evidente que no sabe lo que está haciendo.


 

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